No es fácil sacudirse 5000 años de cultura patriarcal, donde el sexo siempre fue visto de modo simplista: o es para la reproducción o es para obtener una especie de "liberación" o rápido placer. Obviamente, para no generalizar demasiado, tenemos que incluir también al sexo como expresión del amor dentro de una pareja, que con la igualdad de género se ha ido volviendo muy importante . De cualquier forma, todos obramos como si ya supiéramos de qué se trata. Decimos que un joven o una joven se “inicia” sexualmente cuando ha tenido su primera relación sexual. No obstante ¿quién se refiere a la calidad de esa experiencia?, ¿acaso saber sobre sexo es sólo saber correr nuestra carrera hacia el orgasmo? ¿y quién dijo que el orgasmo tenía que ser la estación obligada de cualquier vida sexual? Todos nos miraremos las caras unos a otros buscando respuestas, lo que ocurre es que así nos ha parecido siempre. "Así funciona la naturaleza" -dirá alguien, pero con eso aceptamos que estamos hablando de reproducción, y sabemos que el 99% de las relaciones sexuales no se tienen con el fin de reproducirnos (es más, lo evitamos, por medio de anticonceptivos). El orgasmo es así un fruto apetitoso colgando del árbol y por ese solo hecho decidimos cogerlo. Y a partir de ese instante asumimos quedar “iniciados” en el conocimiento de la sexualidad. Desde ese momento, el coito será el mismo, tendrá la misma estructura básica y un sabor o experiencia de fondo que comenzará con la penetración y acabará en la eyaculación. Y así será por toda una vida.
Este es el problema más hondo en nuestro conocimiento de la sexualidad. Constituye en sí un paradigma, el cual incide en los hábitos y, a nivel científico, repercute en los modelos que intentan explicar la conducta sexual humana. Después de 5000 años de patriarcado, el cual se encargó de reprimir e ignorar la sexualidad, nuestros hábitos sexuales son precarios. Debido a esa precariedad es que los científicos hoy estudian la sexualidad y hacen modelos simplistas, modelos que dan por sentado que la sexualidad humana es como la hemos descrito: una carrera que tarde o temprano desemboca en la experiencia del orgasmo. Es más, deseamos el orgasmo, ya que éste ha pasado a ser sinónimo de satisfacción y felicidad sexual.
Sin embargo, ¿es el orgasmo el fundamento de una vida sexual feliz? Porque placer momentáneo es una cosa, pero felicidad otra. Y los filósofos y psicólogos de todos los tiempos nos han enseñado que es necesario conocer a fondo nuestros deseos y apetitos, no para reprimirlos (fórmula fácil, pero que a la larga no funciona), sino para hacerlos sustentables. En otras palabras, para que podamos gozarlos y vivirlos constantemente sin minar nuestro bienestar físico, emocional y/o espiritual. Porque muchos placeres son del momento, pero luego dañan el cuerpo o la mente o deterioran nuestra percepción y nuestra relación con nosotros mismo y el entorno. Pensemos en el alcohol: ¿cuál es el placer? ¿acaso llegar al límite de emborracharnos y sufrir la tradicional resaca al día siguiente, o la cirrosis hepática en unos años? ¿o debemos abstenernos 100% de probar siquiera una gota de licor para el resto de nuestras vidas? Es casi seguro que quien haya aprendido las lecciones de la vida preferirá un camino intermedio: disfrutemos unas cuantas copas de alcohol, pero observando nuestro límite antes de caer borrachos. ¿Acaso no se disfruta mucho más del sabor, de la calidad de un buen vino? Incluso, con un ritmo adecuado, podríamos beber toda la noche sin embriagarnos.
Los sexólogos en nuestra cultura trabajan hasta hoy con un modelo creado por Master & Johnsonn en la década de 1960, donde establecen que la respuesta sexual humana posee 4 etapas bastante delimitadas: (1) Excitación, (2) Meseta, (3) Orgasmo y (4) Resolución. Ese modelo supone que existe una curva de placer que comienza en la excitación y tiene su peak en el orgasmo. Pero el orgasmo es un límite fisiológico, después del cual las sensaciones y emociones previas desaparecen abruptamente. Esto da lugar a la etapa de Resolución, donde la llama de la pasión se ha apagado y se supone que debiéramos sentirnos satisfechos. No obstante los individuos en esta etapa a menudo presentan un conjunto de efectos secundarios: cansancio, hipersensibilidad, a menudo desconexión emocional y necesidad de estar solos, pérdida de interés en la pareja, etc., síntomas bastante descritos por la ciencia actual y conocidos por muchos quienes los hemos experimentado. Imaginemos entonces por un momento que el sexo fuera como el vino. Los enólogos, en vez de los sexólogos, quizás se darían el trabajo de construir un modelo similar al de Master & Johnsonn y dirían que la "respuesta humana frente al vino" tiene 4 etapas: (1) Degustación, (2) Consumo, (3) Borrachera y (4) Resaca. ¿Qué diría el lector si estos enólogos dijeran que lo normal es siempre pasar por esas 4 etapas. Suena absurdo, pero quizás, imaginando que el 99% de los seres humanos sólo consumiera vino para curarse, el modelo dejaría de ser absurdo y sería un fiel reflejo de un hábito fuertemente extendido. Los científicos podrían decir que así ES la conducta humana frente al alcohol. Incluso las borracheras tendrían una excelente propaganda. A nadie se le ocurriría cuestionar que el vino no tuviera el fin de emborrachar y aceptarían como normal la resaca y el malestar que dejaría en nuestros cuerpos al día siguiente. Es más, existirían trastornos como el “síndrome de borrachera precoz” u otros, como el que sufrirían personas incapaces de emborracharse, los que serían llamados “analcohólicos”.
Este es el problema más hondo en nuestro conocimiento de la sexualidad. Constituye en sí un paradigma, el cual incide en los hábitos y, a nivel científico, repercute en los modelos que intentan explicar la conducta sexual humana. Después de 5000 años de patriarcado, el cual se encargó de reprimir e ignorar la sexualidad, nuestros hábitos sexuales son precarios. Debido a esa precariedad es que los científicos hoy estudian la sexualidad y hacen modelos simplistas, modelos que dan por sentado que la sexualidad humana es como la hemos descrito: una carrera que tarde o temprano desemboca en la experiencia del orgasmo. Es más, deseamos el orgasmo, ya que éste ha pasado a ser sinónimo de satisfacción y felicidad sexual.
Sin embargo, ¿es el orgasmo el fundamento de una vida sexual feliz? Porque placer momentáneo es una cosa, pero felicidad otra. Y los filósofos y psicólogos de todos los tiempos nos han enseñado que es necesario conocer a fondo nuestros deseos y apetitos, no para reprimirlos (fórmula fácil, pero que a la larga no funciona), sino para hacerlos sustentables. En otras palabras, para que podamos gozarlos y vivirlos constantemente sin minar nuestro bienestar físico, emocional y/o espiritual. Porque muchos placeres son del momento, pero luego dañan el cuerpo o la mente o deterioran nuestra percepción y nuestra relación con nosotros mismo y el entorno. Pensemos en el alcohol: ¿cuál es el placer? ¿acaso llegar al límite de emborracharnos y sufrir la tradicional resaca al día siguiente, o la cirrosis hepática en unos años? ¿o debemos abstenernos 100% de probar siquiera una gota de licor para el resto de nuestras vidas? Es casi seguro que quien haya aprendido las lecciones de la vida preferirá un camino intermedio: disfrutemos unas cuantas copas de alcohol, pero observando nuestro límite antes de caer borrachos. ¿Acaso no se disfruta mucho más del sabor, de la calidad de un buen vino? Incluso, con un ritmo adecuado, podríamos beber toda la noche sin embriagarnos.
Los sexólogos en nuestra cultura trabajan hasta hoy con un modelo creado por Master & Johnsonn en la década de 1960, donde establecen que la respuesta sexual humana posee 4 etapas bastante delimitadas: (1) Excitación, (2) Meseta, (3) Orgasmo y (4) Resolución. Ese modelo supone que existe una curva de placer que comienza en la excitación y tiene su peak en el orgasmo. Pero el orgasmo es un límite fisiológico, después del cual las sensaciones y emociones previas desaparecen abruptamente. Esto da lugar a la etapa de Resolución, donde la llama de la pasión se ha apagado y se supone que debiéramos sentirnos satisfechos. No obstante los individuos en esta etapa a menudo presentan un conjunto de efectos secundarios: cansancio, hipersensibilidad, a menudo desconexión emocional y necesidad de estar solos, pérdida de interés en la pareja, etc., síntomas bastante descritos por la ciencia actual y conocidos por muchos quienes los hemos experimentado. Imaginemos entonces por un momento que el sexo fuera como el vino. Los enólogos, en vez de los sexólogos, quizás se darían el trabajo de construir un modelo similar al de Master & Johnsonn y dirían que la "respuesta humana frente al vino" tiene 4 etapas: (1) Degustación, (2) Consumo, (3) Borrachera y (4) Resaca. ¿Qué diría el lector si estos enólogos dijeran que lo normal es siempre pasar por esas 4 etapas. Suena absurdo, pero quizás, imaginando que el 99% de los seres humanos sólo consumiera vino para curarse, el modelo dejaría de ser absurdo y sería un fiel reflejo de un hábito fuertemente extendido. Los científicos podrían decir que así ES la conducta humana frente al alcohol. Incluso las borracheras tendrían una excelente propaganda. A nadie se le ocurriría cuestionar que el vino no tuviera el fin de emborrachar y aceptarían como normal la resaca y el malestar que dejaría en nuestros cuerpos al día siguiente. Es más, existirían trastornos como el “síndrome de borrachera precoz” u otros, como el que sufrirían personas incapaces de emborracharse, los que serían llamados “analcohólicos”.
¿Podemos pensar por un momento que algo muy similar ocurre con el sexo? ¿No podríamos equiparar nuestra obsesión por alcanzar el orgasmo con la obsesión de un alcohólico por emborracharse? Y ¿Es el orgasmo la única posibilidad de disfrutar del sexo? Nosotros afirmamos que no es la única posibilidad ni la mejor, y con esto desafiamos expresamente el modelo de Master & Johnsonn. Afirmamos que éste, como casi toda nuestra sexología, sólo es una descripción de nuestros precarios hábitos en materia sexual. De ningún modo da cuenta de otra posibilidad y de otro tipo de experiencia. Sigmund Freud también cometió un error similar: señaló que si una relación sexual no culminaba en el orgasmo, era señal de perversión . Hasta el día de hoy los sexólogos siguen usando esos criterios cuando se niegan a aceptar otras visiones.
Y que no se malentienda: no estamos contra el placer, sino todo lo contrario, nos interesa prolongar ese placer y transformarlo en éxtasis y felicidad verdadera, sustentable en el tiempo. Creemos que el orgasmo no es la respuesta obligada. Y con eso tampoco estamos condenando a los modelos en sí ni a los hábitos sexuales de la gente; sólo cuestionamos que el paradigma principal que rige nuestra forma de ver y vivir el sexo, no deje espacio a una experiencia distinta.
La sexualidad transorgásmica es una visión y un modelo muy distinto de la sexualidad, el cual se fundamenta en la experiencia. Y la experiencia dice que sí es posible tener relaciones sexuales y disfrutarlas, sin jamás llegar al orgasmo. Esta forma de vivir el sexo fue practicada en muchas épocas y lugares a lo largo de la historia de la humanidad, por antiguas culturas y filosofías como el Tantrismo de la India o el Taoísmo chino. Donde quiera que se habló de “Sexo Sagrado” o de “Alquimia Sexual” estuvo la huella de la experiencia transorgásmica. En occidente, a partir de muchos mitos y vestigios en la simbología de grandes cultos y escuelas, podemos presumir que este mismo conocimiento sobre la sexualidad estuvo siempre presente, pero velado (recordemos que el cristianismo oficial transformó al sexo en un tabú).
¿Qué gana alguien con vivir su sexualidad evitando el orgasmo? ¿y por qué se dice que podemos disfrutar mucho más? En primer lugar lo que podamos decir con palabras nunca podrá reemplazar a la verdadera experiencia. Hacer el amor sin llegar al orgasmo permite disfrutar del proceso más que del fin. Al evitar el orgasmo, podemos permanecer horas sintiendo olas de placer, las cuales llevan a un tipo de éxtasis que los taoístas llaman el “orgasmo valle”, que es más bien una sensación de plenitud, expansión y unión mente-cuerpo, una especie de comunión con nosotros mismo y con nuestra pareja. Durante esos instantes se pierde la noción temporal y entramos, gracias al movimiento rítmico, en una especie de trance. Los taoístas afirman que de esta forma damos tiempo a la pareja de equilibrar sus energías yin y yang (femeninas y masculinas). Momentos de intensa sensación se intercalan con momentos de profunda tranquilidad. A través de este acto, la pareja crece afectivamente. Lo más importante es que al no producirse el orgasmo no hay un corte. Todo ese magnetismo y esa atracción que sentimos no se esfuma de un momento a otro. Puesto que no hay descarga de energía, ambos amantes conservan esas sensaciones una vez separados. Ninguno de los dos experimenta cansancio, o ese sentimiento de náusea o de “¡¿y eso fue todo?!” que embarga a los miembros de una pareja (en especial al hombre) después del coito.
El orgasmo, por lo demás, causa un desánimo paulatino por volver a unirse con la misma pareja. Es lo que se conoce como “Efecto Coolidge”, el cual afecta a la mayoría de las especies de mamíferos. El macho sobre todo, siente cada vez menos entusiasmo por aparearse con la misma hembra, mientras que se interesa ante cualquier otra potencial pareja que aparezca a su alcance (en la hembra ocurre algo similar). Eso implica que, a la larga, tener sexo con orgasmo nos hace perder el entusiasmo sexual por nuestro compañero, cambiando nuestra percepción de él: antes era la persona más maravillosa del mundo; después ella pasa a ser "la bruja" y él "este fresco" o "este insensible". Sólo basta mirar lo que ocurre en la mayoría de los matrimonios, o en toda pareja que ya esté viviendo junta. Tienen que hacer grandes esfuerzos para permanecer juntos y enamorados como el primer día. Y no estamos quitándole importancia al amor, sólo que anunque éste exista, estos cambios ocurren a nivel de nuestra química cerebral y hormonal.
Para resolver los inconvenientes que plantea el orgasmo, las culturas del patriarcado inventaron que el hombre podía tener muchas esposas, o una esposa y varias concubinas, amantes, esclavas sexuales, etc.. Reprimieron el sexo y a la mujer, considerándolos un mal necesario. Su desconocimiento las llevó a creer que la intimidad y las relaciones sexuales eran negativas, y crearon soluciones como el celibato, la poligamia y la prostitución. Hoy en día, habiendo mucha más libertad e igualdad sexual que antaño, encontramos altos índices de insatisfacción sexual, mucha infidelidad y separaciones, sin mencionar los matrimonios que después de algunos años ya no se toleran o llevan una vida sexual más que distante. También es posible observar que los potenciadores sexuales como el Viagra, el Ging Seng y tantos otros, permanecen siempre en el “top” de las ventas. ¿Qué podemos concluir de todo esto, cuando el orgasmo debiera ser el que da la satisfacción y la felicidad?
El camino intermedio que representa la sexualidad transorgásmica no busca sólo resolver los inconvenientes del orgasmo. También es una experiencia transformadora en sí misma, que se conlleva con todos nuestros ideales de amor verdadero, intimidad verdadera y éxtasis verdadero. El placer del orgasmo sólo dura unos cuantos segundos; el éxtasis transorgásmico, en cambio, puede durar hasta una hora o más, y podemos sentirnos revitalizados y más enamorados después de hacer el amor. Lo dionisíaco y lo apolíneo, lo sensual y lo espiritual, lo yin y lo yang, tienen un punto de encuentro no teórico a través de esta práctica. Para muchas personas la experiencia transorgásmica puede transformarse en una experiencia religiosa; muchos pueden llegar a sentir que hacer el amor es como meditar o fundirse con el universo. Lo importante es que al final, toda esa dicha y ese magnetismo sexual que nos embriaga durante horas, se conservan sin ruptura. Una vez separados los amantes, la energía y esa sensación de estar plenos, no experimenta corte alguno; tan solo se va apaciguando de un modo armónico y natural. La persona siente que logró alimentarse de esta energía, lo cual es muy diferente de sentir que esa energía se descargó o expulsó fuera.
En otros artículos explicaremos en detalle las técnicas transorgásmicas, para que las parejas puedan empezar a poner en práctica esta nueva visión que los sorprenderá.
La sexualidad transorgásmica es una visión y un modelo muy distinto de la sexualidad, el cual se fundamenta en la experiencia. Y la experiencia dice que sí es posible tener relaciones sexuales y disfrutarlas, sin jamás llegar al orgasmo. Esta forma de vivir el sexo fue practicada en muchas épocas y lugares a lo largo de la historia de la humanidad, por antiguas culturas y filosofías como el Tantrismo de la India o el Taoísmo chino. Donde quiera que se habló de “Sexo Sagrado” o de “Alquimia Sexual” estuvo la huella de la experiencia transorgásmica. En occidente, a partir de muchos mitos y vestigios en la simbología de grandes cultos y escuelas, podemos presumir que este mismo conocimiento sobre la sexualidad estuvo siempre presente, pero velado (recordemos que el cristianismo oficial transformó al sexo en un tabú).
¿Qué gana alguien con vivir su sexualidad evitando el orgasmo? ¿y por qué se dice que podemos disfrutar mucho más? En primer lugar lo que podamos decir con palabras nunca podrá reemplazar a la verdadera experiencia. Hacer el amor sin llegar al orgasmo permite disfrutar del proceso más que del fin. Al evitar el orgasmo, podemos permanecer horas sintiendo olas de placer, las cuales llevan a un tipo de éxtasis que los taoístas llaman el “orgasmo valle”, que es más bien una sensación de plenitud, expansión y unión mente-cuerpo, una especie de comunión con nosotros mismo y con nuestra pareja. Durante esos instantes se pierde la noción temporal y entramos, gracias al movimiento rítmico, en una especie de trance. Los taoístas afirman que de esta forma damos tiempo a la pareja de equilibrar sus energías yin y yang (femeninas y masculinas). Momentos de intensa sensación se intercalan con momentos de profunda tranquilidad. A través de este acto, la pareja crece afectivamente. Lo más importante es que al no producirse el orgasmo no hay un corte. Todo ese magnetismo y esa atracción que sentimos no se esfuma de un momento a otro. Puesto que no hay descarga de energía, ambos amantes conservan esas sensaciones una vez separados. Ninguno de los dos experimenta cansancio, o ese sentimiento de náusea o de “¡¿y eso fue todo?!” que embarga a los miembros de una pareja (en especial al hombre) después del coito.
El orgasmo, por lo demás, causa un desánimo paulatino por volver a unirse con la misma pareja. Es lo que se conoce como “Efecto Coolidge”, el cual afecta a la mayoría de las especies de mamíferos. El macho sobre todo, siente cada vez menos entusiasmo por aparearse con la misma hembra, mientras que se interesa ante cualquier otra potencial pareja que aparezca a su alcance (en la hembra ocurre algo similar). Eso implica que, a la larga, tener sexo con orgasmo nos hace perder el entusiasmo sexual por nuestro compañero, cambiando nuestra percepción de él: antes era la persona más maravillosa del mundo; después ella pasa a ser "la bruja" y él "este fresco" o "este insensible". Sólo basta mirar lo que ocurre en la mayoría de los matrimonios, o en toda pareja que ya esté viviendo junta. Tienen que hacer grandes esfuerzos para permanecer juntos y enamorados como el primer día. Y no estamos quitándole importancia al amor, sólo que anunque éste exista, estos cambios ocurren a nivel de nuestra química cerebral y hormonal.
Para resolver los inconvenientes que plantea el orgasmo, las culturas del patriarcado inventaron que el hombre podía tener muchas esposas, o una esposa y varias concubinas, amantes, esclavas sexuales, etc.. Reprimieron el sexo y a la mujer, considerándolos un mal necesario. Su desconocimiento las llevó a creer que la intimidad y las relaciones sexuales eran negativas, y crearon soluciones como el celibato, la poligamia y la prostitución. Hoy en día, habiendo mucha más libertad e igualdad sexual que antaño, encontramos altos índices de insatisfacción sexual, mucha infidelidad y separaciones, sin mencionar los matrimonios que después de algunos años ya no se toleran o llevan una vida sexual más que distante. También es posible observar que los potenciadores sexuales como el Viagra, el Ging Seng y tantos otros, permanecen siempre en el “top” de las ventas. ¿Qué podemos concluir de todo esto, cuando el orgasmo debiera ser el que da la satisfacción y la felicidad?
El camino intermedio que representa la sexualidad transorgásmica no busca sólo resolver los inconvenientes del orgasmo. También es una experiencia transformadora en sí misma, que se conlleva con todos nuestros ideales de amor verdadero, intimidad verdadera y éxtasis verdadero. El placer del orgasmo sólo dura unos cuantos segundos; el éxtasis transorgásmico, en cambio, puede durar hasta una hora o más, y podemos sentirnos revitalizados y más enamorados después de hacer el amor. Lo dionisíaco y lo apolíneo, lo sensual y lo espiritual, lo yin y lo yang, tienen un punto de encuentro no teórico a través de esta práctica. Para muchas personas la experiencia transorgásmica puede transformarse en una experiencia religiosa; muchos pueden llegar a sentir que hacer el amor es como meditar o fundirse con el universo. Lo importante es que al final, toda esa dicha y ese magnetismo sexual que nos embriaga durante horas, se conservan sin ruptura. Una vez separados los amantes, la energía y esa sensación de estar plenos, no experimenta corte alguno; tan solo se va apaciguando de un modo armónico y natural. La persona siente que logró alimentarse de esta energía, lo cual es muy diferente de sentir que esa energía se descargó o expulsó fuera.
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